lunes, 29 de septiembre de 2008

Pedro Palomar, historia de un ladrón

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1052805

Una nota, un libro

En julio de 2007, Pedro Palomar le contó a LNR, desde la cárcel, los avatares de su vida como ladrón. La entrevista generó el interés de Planeta, que editó la apasionante historia, contada en primera persona. Aquí, un fragmento del libro

Domingo 28 de setiembre de 2008

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En julio de 2007, Pedro Palomar le contó a LNR, desde la cárcel, los avatares de su vida como ladrón. La entrevista generó el interés de Planeta, que editó la apasionante historia, contada en primera persona. Aquí, un fragmento del libroEl último ladrón romántico, se tituló la entrevista con Palomar, publicada en LNR el 29 de julio de 2007

Hola. Soy Pedro Palomar. Soy ladrón, y antisocial por decisión. Así me defino, es la postura que adopté. Yo no golpeé primero. Sólo devolví golpe por golpe. No tengo de qué arrepentirme. Esta situación me costó más de treinta años de prisión. Pasé por casi todas las cárceles del país. Soy un ladrón con códigos; códigos muy estrictos. No me refugié jamás en filosofías humanistas, no me doblegaron las palizas, las picanas ni los submarinos. El sistema me pega desde que nací. Soy un marginal, pese a quien le pese. No depondré mis ideas, nada le debo a la sociedad, ella me debe a mí. Aun así, considero que estamos a mano. Tengo permiso moral para portarme mal, si es que lo preciso.

No sé si soy de piedra, no sé si soy de estopa, sólo sé que me trataron mal. Me torturaron, me escupieron, me encerraron, me golpearon hasta el cansancio, y cuando por fin se dieron cuenta de que era un humano, se disculparon. Yo no lo acepté. Muy tarde para lágrimas.

Viví masticando mis dientes; así sobreviví, eso me hizo libre, siempre fui libre. Las rejas no me sacaron la libertad, sólo me escondieron el horizonte. No fui esclavo porque las cadenas no hacen la esclavitud. Las cadenas me alimentaron, me forjaron, me convidaron su dureza. Fui capaz de encontrar savia en los aceros y en los muros de concreto.

Es cierto que sacié mi sed de ladrón con mi propia sangre, siempre con mi sangre, nunca con la de otras personas. Muchas veces arriesgué mi vida, pero jamás puse en riesgo la vida de los demás. Respeté la vida. Por eso digo que no le debo nada a nadie y también que son muchos los que me deben a mí.

Hablamos de inseguridad, de pobreza, de marginalidad, pero en realidad no queremos saber de ella. Creemos que la combatimos en los hogares, oficinas, negocios, desde los lugares donde ella no está cotidianamente. Nadie quiere encontrarse con ella. Nadie quiere saber de ella. La habitan los marginales con filosofías opuestas: policías, a quienes les tiran el fardo, y nosotros, los ladrones.

No creo que todos los seres humanos debamos ser iguales. He conocido verdaderas bestias tanto entre mis pares como entre funcionarios públicos. 0.No quiero ser como ellos. Nunca lo fui. No soportaría ser comparado con esas bestias. Me dan risa aquellos que profesan la igualdad entre las personas; yo pienso que deberían gastar esa energía en luchar por una igualdad de oportunidades, y por los premios y castigos que toda sociedad que se precie de inteligente debe organizar. Eso nos llevaría a un mundo menos hipócrita.

La piedad termina convirtiéndose en un mueble donde se apoltrona la conciencia de hombres malos y sacian su hambre los hambrientos. Es nada más que un intercambio de necesidades que hacen perder de vista el verdadero objetivo de la solidaridad y aplasta en el olvido al bien común.

En algún lugar existirá un Dios. De tanto ser sólo yo mi única familia y sobrevivir, me obliga a creer en milagros.

He forzado mil puertas. Y hoy me encuentro ante otra que, extraordinariamente, se abrió sola. Por eso estoy ante ustedes.

Capítulo I

Corrientes, un impreciso día de verano de 1956.

Era un túnel largo, asfixiante, impregnado de humedad y de un olor pesado, como de aceite quemado. Así de rancio se me hacía. De no ser por unas lamparitas que cada veinte o treinta metros destellaban lastimosamente desde el techo con sus luces amarillentas, como de vela, la oscuridad sería de caverna.

Pero había en el fondo del túnel, muy en el fondo, una lucecita más brillante. Brillante y redonda como un lucero en la inmensidad de la noche. Y hacia ella corría yo.

Sentía esa humedad pegada en la piel mezclada con mi transpiración. Las gotas brotaban en mi frente y se deslizaban sobre mis ojos. Me ardían los ojos. Y me los restregaba para ver mejor por dónde estaba corriendo. Me dolían las piernas de correr y correr por ese túnel penumbroso, lleno de piedras. Las piedras parecía que se me clavaban en los pies. Estaba descalzo. Corría medio destartalado, a los trancazos, desparejo, como si buscara escapar de una alfombra de fuego. Cada tanto, mientras corría, levantaba la cabeza para ver si esa lucecita brillante que veía a lo lejos, mi lucero, seguía allí. Corría hacia esa luz. Era la única señal que tenía. No sabía en dónde estaba ni tampoco hacia dónde iba; todo era confuso, irreal, como atrapado en las tinieblas de un sueño espantoso que no me dejaba despertar. Pero esa luz en el fondo del túnel podía ser mi salvación.

Durante mucho tiempo, aun ya de grande, me he preguntado por qué había terminado en ese túnel, lejos de mi familia, lejos de todo.

Yo era apenas un niño que jugaba, feliz y despreocupado, con otros niños entre los verdes pastizales de una isla de los Esteros del Iberá, en Corrientes, mientras los mayores, hombres y mujeres, atendían sus quehaceres. Entre ellos estaban los Laguna, don Eustaquio y doña Conché. Gauchos puros todos ellos. Gente buena, humilde y callada. Gente sufrida que sobrevivía a su manera. No podría decir hoy que los Laguna vivían al margen de la ley, por la simple razón de que el hambre no merece más condena que la que a diario soportan los que imploran justicia desde sus panzas vacías.

Por esos tiempos, mis únicas pertenencias eran un pantaloncito de algodón, una remera de color indescifrable, tres culebras de agua, más de diez crías de yacaré, un cachorro de aguará guazú, o zorro grande lleno de pulgas, un cachorro de yaguareté sin pulgas y todos los árboles frutales que hasta esa edad yo podía identificar: mangos, guayabas, piñas, mamones, naranjos y pomelos. En el rancherío yo era el más pequeño de entre los siete niños que había, que eran los hijos de la Conché, la Picuícha y la Alicia, esposas de don Eustaquio, el Cambá y el Epifanio. Pero eran otros dos hombres, el Toro y el Dorado, los que más tiempo estaban conmigo; eran dos gigantones que me enseñaron todos los secretos de los esteros, incluso a cuatrerear vacas ajenas de las estancias vecinas cuando el hambre apretaba.

Un secreto me unía a los Laguna, y en particular a doña Conché. Desde muy niño -y hasta avanzada mi adolescencia, cuando ya no vivía con los Laguna- yo sufrí de una especie muy particular de sonambulismo porque tenía ganas de comer permanentemente. Era como una sensación de hambre perpetua. Eso hacía que me levantara bien temprano, a la hora del ordeñe de la única vaca propia de la aldea, y con una lata de durazno, a modo de jarro, en una mano y un pedazo de mandioca hervida pero ya fría en la otra, caminaba como un autómata hasta donde estaba doña Conché en plena tarea de ordeñe. Como todas las madrugadas, sin decir palabra y apenas mirándome de reojo, me llenaba la lata con leche tibia y espumosa que empezaba a devorar con la fiereza de una piraña mientras regresaba a la pieza para continuar durmiendo como si nada hubiera pasado. Lo asombroso de esta circunstancia era que al despertarme a la mañana desayunaba otra vez. La explicación a esta complicidad la descubriría años después: yo había resultado ser un hijo guacho y, por esa sola razón, merecedor de una ración de comida extra. Comida que no sobraba y raciones que difícilmente se multiplicaban. Yo era especial para ellos. Y más especial todavía para la Conché. Algunos años más tarde mi madre me diría el porqué.

Nada extraordinario, entonces, se suponía podía ocurrir ese día en la aldea; ni siquiera el insoportable calor pegajoso habría de merecer comentario alguno de ninguno de los habitantes del rancherío.

Pero algo iba a suceder. A lo lejos, y en lo peor de la asfixiante tarde de un impreciso día de verano de 1956, los gurises que estábamos ahí divisamos una persona en una canoa hecha con madera de palo borracho que avanzaba lentamente hacia nosotros. Al tocar tierra, una mujer de rasgos delicados, pelo largo y rubio y vestida con una pollera blanca estampada con pequeñas flores verdes empezó a caminar con paso rápido y firme hacia nosotros. No sé los demás, pero yo estaba embelesado con la figura de esa mujer. Era hermosa, como un ángel deslizándose sobre un mar de nubes. Muy decidida y sin titubeos, se dirigió hacia donde estaba el grupo de gurises. Pero sólo a mí me miró fijo. Y enseguida, después de abrazarme fuertemente contra su pecho y de besarme, me dijo, en guaraní: ndeé haé che membui Pedro, a che hegui, ndeé zu Ángeles che rojaiju heta ("vos sos Pedro Antonio, mi hijo, y yo soy Angeles, tu mamá, y te quiero mucho").

Angeles Mancuello me había entregado, apenas yo había nacido, al cuidado de la familia Laguna. Y volvió a la isla seis años después para llevarme. Creo que así como no entró en demasiados detalles cuando me abandonó -nunca nadie me dijo nada-, tampoco lo hizo cuando decidió recuperarme. Sólo me fue a buscar. Y yo, que hasta ese momento creía que los Laguna eran mi familia, cuando para todos en la isla era simplemente el Peti, ni siquiera era Pedro, me iría caminando de la mano de aquel ángel, de esa mujer rubia vestida de blanco hasta la canoa que nos esperaba. Tan simple como eso. Nunca nadie me había explicado nada.

No hubo lágrimas en la despedida. No recuerdo haber llorado. Ni yo ni nadie. Sólo un tímido adiós con las manos. Saludo que fue devuelto por el Toro y el Dorado al grito de ani que nderesaray ñandé hégui, che rojaiju... che mita aca guazú ("no te olvides de nosotros, te queremos, hijo nuestro... muchacho cabeza dura").

Al bajarnos de la canoa nos subimos a un auto grande de color negro donde un hombre mayor con cara de culo nos esperaba al volante para llevarnos a la ciudad de Corrientes. Nunca antes había visto un auto. Ni siquiera sabía que eso podía existir, que hubiera algo que marchara sin necesidad de caballos. Pero más que eso, que fue impactante, lo que más me impresionó era el hombre que manejaba. Resultó ser el segundo esposo de mi madre, un inspector de escuelas de apellido Galantini. Era pelado y tenía la cabeza como un huevo de avestruz. Dos arrugas profundas, como dos tajos, surcaban su boca pequeña y de labios tan finos que parecían dos rayas. Y no se reía nunca. (...)

Por Pedro Palomar
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Pedro Palomar fue entrevistado 29/09/08 en Canal 13, Buenos Aires, Argentina, en "Mañanas informales"

muchas veces queremos sentirnos respaldados

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